Conforme hemos cumplido años, la vida nos ha llevado por distintos derroteros. Hemos tomado nuestras propias decisiones, hemos tenido que hacer frente a multitud de experiencias que nos han marcado y posibilitado ser lo que somos. Hemos tratado de vivir como personas creyentes aunque hayamos pasado por distintas fases o momentos. Hemos experimentado la cercanía de Jesús y de Madre, nuestra Madre, en unos momentos, y en otros, hubiéramos querido sentirlos de manera más fuerte.
En el mes de mayo la Virgen tiene un protagonismo especial. La tradición cristiana ha promovido en este mes diversos ejercicios de piedad en torno a ella que nos ayudan a recordar lo que ha significado esta mujer para la Iglesia.
Ella es la gran creyente, la primera seguidora de Jesús, la mujer que sabe guardar y meditar en su corazón las palabras de su Hijo. Es la madre que está junto a su hijo muerto en la cruz. Es también testigo de Cristo resucitado. Es la mujer que acoge a los discípulos y comparte con ellos su vida de fe en la comunidad.
De María de Nazaret, cuenta el evangelista Lucas que, desde la conciencia de su pequeñez, fue una mujer que dijo “sí” a Dios. Nunca dijo “no”. A veces permaneció en silencio, sin entender lo que ocurría. Por haberse fiado de Dios, es la Madre de los hijos de Dios. Su fe en ese Dios de los pequeños nos hace sintonizar con Jesús. El Papa Francisco quiere que la celebremos también como Madre de la Iglesia.
Es quien mejor nos enseña a seguir a Jesús, a creer en el Dios de la compasión, a creer en un mundo de hermanos. Cuántas Marías nos siguen trayendo a Jesús, anónimamente, a nuestro mundo, a nuestra sociedad.
Benjamín Echeverría.
Provincial de los Capuchinos