Cuando inició su vida franciscana, Antonio fue destinado a vivir unos años en la soledad del eremitorio de Monte Paulo, situado entre las fragosidades de los Apeninos.
Los eremitorios creados por san Francisco eran humildes casas de retiro, aisladas del mundanal ruido, donde los frailes se dedicaban a la contemplación, al estudio y al trabajo manual. Antonio vivía en una pequeña celda, pero un día descubrió una gruta, abierta en la roca, y quedó entusiasmado. La montaña, los valles, el bosque, las aves, las plantas y los arroyos le llevaban a contemplar la grandeza del Creador. Así lo escribió en uno de sus sermones: “La obra del Señor es la creación, la cual lleva, a la que la contempla, al conocimiento de su Creador. Si tan grande es la hermosura de la criatura, ¿cuánto mejor no será la del Creador? “. Le pedimos a san Antonio el amor a la naturaleza con los versos del poeta capuchino Damián Iribarren:
“San Antonio que anduviste
caminos a pie descalzo,
con la humildad de la alondra
y la alegría del santo,
te pido que el mundo sea
para el hombre un gran palacio
con avenidas y orquestas
de rosales y pájaros,
para gozarlo de día
y de noche recordarlo”.