La reina Doña Teresa, que sufría por la hija como sufre toda madre, y viendo que los médicos ya no podían hacer nada, decidió buscar un médico distinto: San Antonio de Padua.
Una noche con su fe envuelta en lágrimas, se puso de rodillas ante el santo y le pidió como nunca lo había hecho, la salud para su hija. Aquella misma noche el Santo de todo el mundo se apareció en sueños a su hija Dulce.
- ¿Me conoces? le preguntó el santo.
- ¿Quién eres?
- Soy San Antonio. Los ruegos de tu madre me han obligado a venir.
Mientras el Santo la bendecía, la enferma Dulce, se asió al cordón para detenerlo y empezó a gritar: “¡San Antonio! ¡San Antonio!”. “¡Ya lo tengo asido del cordón!”.
La madre y miembros de la Corte creyeron que deliraba y fueron hasta ella para sosegarla. Ella, con sus ojos llorosos de lágrimas seguía hablando: ¿Dónde está san Antonio? ¡Ahora mismo estaba conmigo! ¡Ya estoy buena! ¡Busquen al Santo que me ha dado la salud!
No era una ilusión.
Dulce caminaba como si nunca hubiera estado enferma.
En el palacio todo era alegría.
La reina Doña Teresa, después de besar a su hija sana, fue a un rincón de su alcoba, y de rodillas daba gracias al santo de Padua, porque le había concedido lo que los médicos no le pudieron dar: la salud de su hija Dulce.
José Martínez, OFMCap