Quien ha perdido a alguien que ama mucho sabe muy bien qué dura y dolorosa es la ausencia. Es tal la ruptura que necesitamos un tiempo para rehacernos. Reconocemos que en esta sociedad nuestra, la muerte es difícil de aceptar. Cada vez nos sentimos más incapaces de mirarla de frente, tratamos de vivir de espaldas a ella y la consideramos como un problema que hay que resolver más que como una vivencia humana. No la podemos evitar, ni la nuestra ni la de las personas a las que queremos.
Conforme van pasando los años y sobre todo en el tramo final de la vida, los recuerdos y las personas adquieren un significado especial. Uno se acuerda de todas aquellas personas con las que ha vivido y que, con su vida, han hecho posible que tuviera sentido la existencia. El recuerdo agradecido ayuda a valorar lo que otras personas fueron capaces de transmitirnos.
Como nos recuerda el Papa Francisco,
“tenemos «una nube tan ingente de testigos» que nos alientan a no detenernos en el camino, nos estimulan a seguir caminando hacia la meta. Y entre ellos puede estar nuestra propia madre, una abuela u otras personas cercanas (cf. 2 Tm 1,5). Quizá su vida no fue siempre perfecta, pero aun en medio de imperfecciones y caídas siguieron adelante y agradaron al Señor … Cada uno hemos de recorrer nuestro propio camino. Hay testimonios que son útiles para estimularnos y motivarnos, pero no para que tratemos de copiarlos, porque eso hasta podría alejarnos del camino único y diferente que el Señor tiene para nosotros”
La celebración de estos días con la visita al cementerio, las flores, velas, celebraciones y rezos por los nuestros, ponen ante nosotros esta fuerte convicción: que el amor es más fuerte que la muerte.
Benjamín Echeverría