A nada que tratamos de reflexionar o de analizar algunas cuestiones vemos que los intereses se enfrentan, y los sentimientos, con frecuencia, también. Por eso las soluciones con respuestas simplistas sirven de poco.
La vida se encarga de mostrarnos que la convivencia entre los seres humanos es una de las tareas más arduas que tenemos, pues nuestra fragilidad humana reclama constantemente un ejercicio de reparación de la convivencia.
No somos islas ni eremitas, sino seres sociales y sociables. Desde la espiritualidad franciscana decimos que somos hermanos, fraternos, que en nuestra manera de interpretar la vida la clave de la fraternidad entre las personas y con la naturaleza es algo importante.
Creemos que las otras personas pueden ser fuente de satisfacciones y no solo de decepciones, exigencias y amenazas. Somos muy conscientes de que no podemos vivir sin los demás, al margen de ellos, sin dejar que nos afecte lo que afecta a los demás, especialmente a los más cercanos.
Nuestra felicidad depende de que sepamos integrarnos en un proyecto social, que sepamos colaborar, entendernos, querer, ser queridos, comunicarnos. Ninguno somos perfecto, pero nos necesitamos. Nuestras familias, comunidades y la sociedad en que vivimos se componen de personas con sus valores y también con sus debilidades y su pobreza que tratan de aceptarse mutuamente y de perdonarse. Más que la perfección, el fundamento de la vida común es la humildad y la confianza.
Dice el autor español José Antonio Marina que una cosa que no podemos olvidar es que la urbanidad es el comienzo de la sociabilidad. Entendemos esta como el conjunto de hábitos necesarios para vivir en sociedad, en la urbe. Afirma también que la zafiedad, la grosería, la brusquedad y la suciedad, son obstáculos para la convivencia.
Benjamín Echeverría